En Siega, Neal Shusterman presenta un mundo aparentemente perfecto: no hay enfermedades, no hay pobreza, no hay envejecimiento.

La humanidad ha conquistado la muerte y ha delegado el gobierno del mundo a una inteligencia artificial, el Nimbo.

Parece una utopía, pero como toda buena historia, esa perfección tiene grietas. Y esas grietas son un reflejo de nuestro presente y de lo que podría pasar en el futuro.

¿Qué significa ser humano en un mundo donde hemos eliminado el sufrimiento?

¿Cómo valoramos la vida cuando ya no hay miedo a perderla?

¿Y qué hacemos con el poder cuando se concentra en unas pocas manos, incluso si esas manos tienen las mejores intenciones?

Estas preguntas no son ciencia ficción; son un reflejo de los dilemas a los que nos enfrentamos hoy.

Pensemos en el avance de la tecnología...

Cada día, nos acercamos más a delegar decisiones importantes para la vida en algoritmos. Desde qué vemos en nuestras redes sociales hasta cómo se gestionan economías enteras, la inteligencia artificial y unas pocas manos ya están moldeando nuestra realidad.

Pero, ¿quién controla a los controladores?

¿Qué ocurre cuando delegar ese poder nos quita nuestra capacidad para decidir y equivocarnos? Porque, en el fondo, ser humano es eso: fallar, aprender, crecer. Y un mundo que elimina el error, elimina también (gran) parte de nuestra humanidad.

Y que decir de la inmortalidad... En Siega, la muerte no existe (o no del todo) y eso tiene un coste: un mundo superpoblado, donde las emociones dejan de tener efecto en nosotros y la vida pierde su urgencia. Aunque aún estamos lejos de esa realidad, ya empezamos a oír cómo la tecnología busca prolongar la vida y eliminar el sufrimiento a toda costa.

Pero, lo más importante.

¿Qué pasa si eliminamos todo lo que nos incomoda, todo lo que nos desafía?

¿Seguiremos siendo capaces de valorar lo que tenemos?

La vida es preciosa precisamente porque es finita.

Sin ese límite, ¿qué nos motiva, qué nos define?

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El precio de la inmortalidad.