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¿Qué pereza verdad?
Y es que estamos agotados. Todos. Pero no del cansancio de un largo día de trabajo o de haber corrido una maratón.
No, es un cansancio distinto.
Más profundo.
Más difuso.
Es un cansancio que no parece tener fin.
Byung-Chul Han lo llama "La sociedad del cansancio", y no puedo evitar pensar en lo acertado que es. Porque no estamos cansados por hacer demasiado. Estamos cansados porque nunca dejamos de hacer.
Vivimos en una época donde la productividad es la máxima religión. Donde el valor de una persona se mide por lo ocupada que está, por cuántas cosas tiene en su lista de tareas, por lo temprano que se despierta y lo tarde que se acuesta.
Nos hemos convertido en nuestros propios explotadores, trabajando sin descanso no para alguien más, sino para esta idea abstracta de éxito, de cumplimiento, de ser suficientes. Pero, ¿suficientes para quién? ¿Para qué?
Lo curioso es que ya no necesitamos jefes que nos presionen. Nos hemos internalizado el látigo. Ahora, somos emprendedores de nosotros mismos, CEO de nuestras vidas. Pero esa libertad que nos prometieron, ese "puedes ser todo lo que te propongas", es una trampa. Porque el límite nunca está claro.
¿Cuándo has hecho suficiente?
¿Cuándo es suficiente tu esfuerzo, tu trabajo, tu rendimiento?
Ya te lo digo yo: Nunca.
Siempre puedes ser más productivo.
Siempre puedes hacer más.
Y así seguimos, agotándonos sin darnos cuenta, sin siquiera detenernos a preguntarnos por qué.
El problema de este cansancio es que no es físico, es mental, emocional, existencial. Es el peso de estar constantemente en un modo de rendimiento, de no permitirnos descansar de verdad.
Y lo peor de todo es que hemos perdido la capacidad de aburrirnos. Antes, el aburrimiento era un espacio necesario, un terreno fértil para la creatividad, para el pensamiento profundo. Ahora, lo llenamos con pantallas, con notificaciones, con tareas sin sentido. Porque en esta sociedad, estar inactivo no es solo visto como ineficiente, es casi un pecado.
Pero Byung-Chul Han hace una pregunta incómoda: ¿qué pasaría si dejáramos de lado esta obsesión por el rendimiento?
¿Qué pasaría si aceptáramos que no siempre tenemos que estar haciendo algo?
Tal vez encontraríamos espacio para simplemente ser.
Para existir sin esa carga constante de tener que justificarnos. Es aterrador, ¿no?
Porque hemos olvidado cómo es no hacer nada.
Nos sentimos culpables, ansiosos.
El descanso no se siente como un regalo, se siente como una traición a esta maquinaria que llevamos dentro.
¿No te ha pasado que cuando estas varios días sin hacer nada te sientes mal y no sabes por qué?
Creo que parte de la solución está en reaprender el arte del descanso. No el descanso como una pausa para volver a producir más, sino el descanso como un fin en sí mismo.
Permitirnos desconectar de las exigencias externas, pero también de esas internas que nos hemos impuesto.
Tal vez necesitamos un poco más de lentitud, más espacio para el aburrimiento, más tiempo para mirar el cielo sin pensar en la siguiente meta.
Estamos cansados, sí, pero ese cansancio también puede ser una señal.
Una señal de que algo no está bien, de que este ritmo no es sostenible.
Porque si seguimos así, ¿qué queda al final del camino?
Más cansancio.
Más vacío.
Tal vez es hora de dejar de correr y empezar a caminar.
Tal vez es hora de recordar que somos más que máquinas de producir.
Somos humanos.